En el curioso reportaje que Daniel Sueiro dedicó a Los verdugos españoles (1972), un clásico del género, se pueden encontrar unos cuantos personajes que añadir a los proveedores de iniquidades que llamaron la atención de Borges.

Repertorio excesivo de casos sangrientos, estas páginas de Sueiro arrojan sin embargo algunas luces y sombras (más sombras que luces) sobre eso que se ha dado en llamar «la naturaleza humana», manifestada tanto en los criminales como en los verdugos y en la sociedad a la que ambas categorías pertenecen.

Allá por octubre de 1906 son ejecutados en Sevilla Juan Manuel Aldije «el Francés» y su cómplice José Muñoz Lopera. Aldije había montado en su huerto una casa de juego, adonde Lopera atraía jugadores profesionales de naipes y ruleta que deambulaban por toda la región sur. En el «huerto del Francés» disputaban estos tahúres su partida final con un contrincante que no se molestaba en hacer trampas con la baraja. Entre los olivos del huerto la policía descubrió los restos de al menos seis jugadores con mala suerte cuyos billetes fueron a parar a la bolsa de los gariteros.

Aunque la mayoría de los criminales que cayeron agarrotados en España, al menos en la época moderna, lo fueron por crímenes brutales de poca elaboración, algunos se tomaron su trabajo. Benito Pascual Lecha pensó robar, previo asesinato, a su compañero de oficio, Francisco Berenguer, basurero sentimental y enamoradizo, además de algo corto de entendederas. Lecha se inventó una novia para Berenguer, a la que puso nombre («Soledad Pérez») y cara (usó la fotografía de una actriz), y cuyas cartas de amor fingía, ya que Berenguer era analfabeto. El pobre basurero vivió durante meses una historia de amor falsa, en la esperanza de poder reunirse con su supuesta novia, que habitaba un pueblo cercano, pero cuando Lecha le propuso por fin ir a visitar a Soledad  y conocerla personalmente, lo mató en el camino con una piedra de cinco kilos y un destral. Le robó sesenta pesetas y el reloj; en el baúl del basurero encontró algunas monedas más y el cornetín con el que avisaba para la recogida de los desperdicios. Las cartas falsas, prueba del engaño, las quemó cuidadosamente, pero pronto fue detenido: el 23 de diciembre de 1953, un poco antes de las ocho de la mañana Lecha se fue a reunir con su víctima, ayudado por la sabiduría profesional del ejecutor de la Audiencia de Barcelona. Lo que no se comprende bien es toda esta ficción de la novia, las cartas de amor, la incitación al viaje... Ocasiones no le habrían faltado a Lecha para matar a Berenguer con menos artificio. Al menos le proporcionó, es de suponer, unos meses felices al incauto enamorado de un fantasma.

Menos problemas se hizo la envenenadora Magdalena Castells, adivinadora, curandera y abortadora, condenada en Palma de Mallorca a cuatro penas de muerte: atendiendo a una selecta clientela proporcionó a varias mujeres descontentas de sus maridos o patrones «un producto llamado Ratil»,  compuesto de arsénico, muy barato y que se podía comprar en cualquier droguería. Por la virtud del raticida murieron Andrés Pedrosa que estorbaba los adúlteros amores de su poco amante esposa; Miguel Massot, que ignoraba la dedicación prostibularia de su mujer Margarita, que lo despachó con los polvos de la bruja para estar más tranquila; María Mesquida, que a sus setenta y seis años pensó en casarse con un joven de veinticinco «medio tonto», cosa que le pareció mal a la nuera, seguramente por ver la herencia en peligro; el indiano Pedro Garau, con fama (falsa) de rico, que le permitió casarse con su joven sobrina Antonia, la cual descubrió tarde que no había tantos dineros, y apeló al arsénico... A pesar de lo rudimentario de los asesinatos tardaron unos años en relacionarse y descubrirse.

Las reacciones de los criminales al conocer la sentencia y en la inmediatez del garrote muestran cierta monotonía, marcada casi siempre por una resignación atónita y catatónica. Pero las hay más originales. Juan José Trespalacios, tras cometer un triple asesinato con inaudita brutalidad, ha de esperar dos años a que se cumpla la sentencia, lapso en el que sufre una conversión casi mística. Tiene visiones, escribe sermones, epístolas ascéticas, meditaciones religiosas, espera con alegría el momento de morir y abandonar un mundo de corrupción y frivolidad, que él mismo ha contribuido a empeorar antes de conocer la iluminación. Convertido casi en un santo, espera al verdugo, que llega a Vitoria, lugar de la ejecución, para actuar el 12 de junio de 1953. Antes del final Trespalacios recibe muchos encargos para el cielo, dando por supuesta su salvación eterna, entre ellos uno de la madre superiora de las Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús, que le remite un emotivo telegrama:

hermanas y colegialas ofrecen todas sus oraciones, felicitan triunfal entrada en el cielo, suplican patrocinio perenne ante Jesucristo. Juan José, sea protector de esta casa, obras apostólicas, pido prometa antes partida cielo será mi especial protector cuando esté con Jesús y María. Superiora.

A veces muestran una entereza, fingida o real ¿quién sabe lo que pasa por las mentes y emociones de un condenado a muerte que a su vez ha gustado el fruto envenenado del crimen? Un tal Bordallo, al dirigirse al patíbulo en la prisión de Zaragoza, a mediados de 1945, cantaba el «Adiós a la vida», de la Tosca de Puccini; según consigna una encuesta realizada por iniciativa del Ministerio entre funcionarios de prisiones, «teniendo en cuenta que era un tenor bastante bueno, impresionó con su buena ejecución de la obra».

Otros se inclinaban por un estilo más sobrio: Francisco de Dios Piqueras, un jugador profesional, condenado a muerte por el asalto del tren correo de Andalucía en 1924 y el asesinato de dos empleados de correos, al ponerle el verdugo el corbatín del garrote miró a la concurrencia y se despidió de todos: «Señores, buenos días».

Catálogo espeluznante de crímenes, criminales y ejecuciones, de todos los inicuos y proveedores de iniquidades que asoman en estas páginas destaca quizá uno en especial: su Majestad el rey Fernando VII, cuyo régimen fue uno de los más sanguinarios y aficionados al garrote: Gregorio Iglesias fue ejecutado a sus dieciocho años en 1824, por haber dicho que «no podía ver al rey»; la sentencia lo condenaba a ser arrastrado y descuartizado. Tomás Franco dijo que tenía el sable puerco y «no había de parar hasta limpiarlo en la sangre del rey», pero no pudo realizar su deseo: lo ejecutan en septiembre de 1824. En 1825 cae Vicente Oroz, que había proferido la exclamación «muera el rey, mueran los consejeros y muera también la reina».

Los verdugos solo cumplen órdenes. De la galería de maestros ejecutores Sueiro cuenta las andanzas sobre todo de los últimos, Antonio López Sierra, Vicente López Copete y Bernardo Sánchez Bascuñana. Tres amigos, casi como aquellos de García Lorca en su «Fábula y rueda de los tres amigos»:

Enrique,
Emilio,
Lorenzo.
Estaban los tres helados.
Estaban los tres quemados.
Lorenzo por el mundo de las hojas y las bolas de billar;
Emilio por el mundo de la sangre y los alfileres blancos;
Enrique por el mundo de los muertos y los periódicos abandonados.

Bernardo, Antonio y Vicente[1], funcionarios, administradores de justicia, necesitados de comer, como  todos, helados, quemados, enterrados por el mundo de los garrotes y los patíbulos, por un universo de muertos con el cuello quebrado y la cabeza colgante.




[1] Ver el documental de Basilio Martín Patiño, Queridísimos verdugos, sobre estos tres ejecutores, basado en el libro de Sueiro: http://www.youtube.com/watch?v=P7jbE-GMXqc

Cuenta Al-Makari en sus Analectas que el rey Muhammad ibn al-Mutamid ibn Abbad, para complacer a su amada Ramayquia, que suspiraba por ver la nieve, hizo plantar de almendros toda la sierra de Córdoba. Y como es tierra caliente y nunca nieva, por eso Ramayquia no podía ver la nieve, pero en febrero los almendros floridos cubrían los montes con una nevada que iluminaba la sierra, y que era la luz del amor que Al-Mutamid le tenía.

Y recuerda también Al-Makari que por estas y otras cosas Al-Mutamid fue llamado el rey poeta.

Murió pobre y desterrado, en el año de 1095, derrotado por los almorávides, que no se preocupaban de los almendros floridos.

Resulta melancólico comprobar que las sátiras y críticas a la falsedad, la inepcia, la hipocresía, la ambición, la perversión y tantas otras habilidades humanas, no pasan de moda.

Merced a la colaboración de algunos lectores picados por la materia y ansiosos de erudición ftirióloga, las referencias de mi primera entrada sobre el asunto que se puede leer en la siguiente dirección:

http://jardindelosclasicos.blogspot.ca/2013/10/la-importancia-de-lo-minusculo.html

se han aumentado con algunas más de distintos lugares, algunos recónditos, como se puede ver en esta otra:

http://jardindelosclasicos.blogspot.ca/2013/10/addenda-la-teoria-historia-y-literatura.html

Escribir un
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A los textos que acopié sobre los piojos en una entrada reciente del blog 

http://jardindelosclasicos.blogspot.ca/2013/10/la-importancia-de-lo-minusculo.html

el erudito y cronopio dramaturgo José Manuel Corredoira me añade una glosa echando mano de tesoros y repertorios en los que se dan otras noticias sobre su presencia paremiológica y algunos remedios —de poca fiabilidad, todo sea dicho—.

1- Dos veces en el Quijote recuerda el caballero manchego al pintor Orbaneja, que pintaba tan mal que tenía que poner un letrero para identificar las figuras:

Una de las tachas que ponen a la tal historia —dijo el bachiller— es que su autor puso en ella una novela intitulada El Curioso impertinente, no por mala ni por mal razonada, sino por no ser de aquel lugar, ni tiene que ver con la historia de su merced del señor don Quijote.

Lluvia, viento, sol ciego y rumores de muertos, muertos antiguos cocinándose en un caldo de antiguas y eternas angustias. Es Comala. Un lugar que está sobre las brasas de la tierra, al que llega Juan Preciado en busca de su padre para ajustar las cuentas de su abandono:

Hay allí, pasando el puerto de los Colimotes, la vista muy hermosa de una llanura verde, algo amarilla por el maíz maduro.

A propósito de un curioso texto de Diodoro Sículo  me salieron al paso algunos detalles relativos a un tema extravagante, para cuyo estudio el fantástico profesor Josiah Kunigrund propone al Gog de Giovanni Papini la creación de una cátedra de ftiorología o estudio de los piojos desde sus múltiples perspectivas.

(http://jardindelosclasicos.blogspot.ca/2013/10/el-destino-atroz-de-los-acridofagos.html)

Hay que decir que el interés del tal investigador no es enteramente original.
1

En su obra El libro negro, que continúa el no menos interesante Gog —al cual habrá que dedicar algún comentario en otra ocasión— Giovanni Papini incluye en su «Conversación 37» un fragmento inédito de Cervantes, que Gog descubre en la colección de Lord Everett, y que arroja ciertas luces sobre la juventud del caballero manchego. La reproduzco aquí como texto curioso que merece seguramente alguna reflexión, la cual dejo al albedrío del lector.

En su Biblioteca Histórica —destinada, con admirable ambición, a ser un compendio de todos los sucesos humanos de todos los tiempos y de todos los lugares— Diodoro Sículo consigna, entre infinidad de noticias, el atroz destino de los acridófagos, hombres de pequeño tamaño y negros en extremo, que habitan las fronteras del desierto. Durante la estación primaveral los potentes vientos traen del desierto una multitud innumerable de langostas, feas y sucias por el color de sus alas.

La ingeniosidad versificadora ha sido siempre una inclinación de poetas y aficionados a las musas.
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